Previene PLATÓN que: «El más sagrado de todos los tribunales debe de ser el que las partes mismas hayan creado y hayan elegido de común acuerdo» Las Leyes, libro VI.
Señalan CERÓN CORAL y PIZARRO JARAMILLO (2007) que el arbitraje surge en la cultura griega clásica en torno al año 520 a.C., como método para la resolución de conflictos surgidos en el seno de la Anfictionía[1], a través del consejo (Synedrion) integrado por un anciano por cada una de las tribus que integraban la meritada liga: los “hieromnemon”[2], siendo una práctica habitual en la época (p. 4).
Por su parte, FERNÁNDEZ DE LUJÁN (2017) que aunque, en esencia, el origen de nuestra actual concepción de arbitraje hunde sus raíces en el derecho de la antigua Grecia, respecto de lo que el autor ha venido a denominar el “arbitraje moderno”, es el Derecho Romano donde esta institución adquiere una formidable importancia social y donde, por ende, se desarrolla una regulación que sirve, como en tantos ámbitos del Derecho, de cimiento del actual modelo de arbitraje (p.14).
[1] Vid CABANES, P. (2002). Atlas histórico de la Grecia clásica. Madrid: Editorial Acento.
[2] El consejo estaba compuesto por 24 ancianos, a razón de dos por cada una de las tribus: delfios; tesalios; focios; dorios; jonios; beocios; locrios; aqueos; magnesios; enianos, malienos y perrebios.
Pese al desarrollo legislativo romano, fruto de la influencia recibida de otras civilizaciones del Mediterráneo, el propio concepto de “ arbiter”, señala el meritado autor, deriva de la lengua fenicia (raíz “rbn”), en la que hacía referencia a una garantía en el marco de las relaciones comerciales (p.15). Los términos latinos “arbitratus” o “arbitrium”, de los que surgen los actuales de “árbitro” y “arbitraje”, señala FERNÁNDEZ DE LUJÁN, se refieren a la persona que, individualmente o formando parte de un conjunto, interviene en un conflicto ajeno para impedir que éstos deban recurrir a la fuerza para resolver su disputa, actuando como depositario de la confianza de ambos. Una figura que se acercaría más a la posición del actual mediador o conciliador que a una autoridad sobre quien recayese la potestad de resolver el conflicto, siendo un mero “mitigador del uso de la violencia inter partes, tanto en el ámbito privado como en el público” (pp.37-38).
La Ley de las XII Tablas[1] (451 a.C.) contenía disposiciones relativas al arbitraje, concediendo a lo así acordado «firmeza y obligatoriedad» (ZAPPALÀ, 2010, p.199). Los primeros árbitros fueron los propios pater familias en el seno de su propia casa y, posteriormente, la figura experimentó una progresiva expansión hasta afectar incluso a las relaciones internacionales entre estados soberanos. Señala VALDÉS SÁNCHEZ (1997) que Suetonio manifiesta que en el templo de la diosa Concordia, próximo al Foro romano, existía una estatua de Julio César ante la cual los contendientes hacían sacrificios en pos de encontrar una solución a su conflicto (p.26), lo que se entiende como un rito previo a la celebración al sometimiento de su contienda a un tercero. Sobre el proceso judicial en la época romana arcaica, señala BETANCOURT (1995) que mediante el ejercicio de las legis actiones, reguladas en la ya citada Ley de las XII Tablas, se desarrolla un conjunto de formas y ritos procesales, a través de la sacralización de un acto, para resolver la disputa conforme a la razón (p.134). Este corpus procesal se desarrolla, como se dijo en sede de conciliación, bajo la dirección o instrucción de un magistrado que confía la resolución sobre el fondo del asunto a un particular, a un árbitro, cuya decisión será ejecutable so pena de imposición de una multa al incumplidor (GONZÁLEZ SORIA, 1988, p.21). En este procedimiento, como se dijo, el magistrado ejerce la iurisdictio (marco normativo) y el iudex, arbiter o recuperatore designado por aquél, quien por delegación o suya o designado por los litigantes, ejerce la potestas para resolver sobre el fondo del asunto: la iudicatio.
[1] En las XII Tablas (451 a.C.) se regula el derecho procesal privado que podían ejercer los ciudadanos romanos en defensa de sus derechos civiles (legis actiones) ante el pretor, quien hacía las veces de un instructor del procedimiento llevando a cabo funciones tales como la dirección del proceso y la fijación de los hechos controvertidos, pero confiando a posteriori a un juez privado o árbitro (iudex, arbiter o recuperatore) la decisión sobre el fondo del asunto (tablas I a III). A este juez o árbitro lo eligen las partes y, en su defecto, el propio pretor. La posterior evolución del Derecho Romano fue incorporando al Ius Civile instituciones del Ius Gentium, el destinado en origen a quienes no disfrutaban la ciudadanía romana, haciendo más sencillas las fórmulas y ampliando los legitimados activa y pasivamente para su ejercicio.
Señalan VILLALBA CUÉLLAR y MOSCOSO VALDERRAMA (2008) que la citada Ley de las XII Tablas contiene la legis actio per iudiciis arbitrive postulationem, en virtud de la cual se confía la división y partición de herencia a un árbitro (p.142), y, además, para exigir el cumplimiento de un contrato verbal de sponsio o un incertum (AGUDO RUIZ, 2008, p.219); según VILLALBA CUÉLLAR y MOSCOSO VALDERRAMA (2008) la primera forma de arbitraje legal conocida de la historia (p.142).
Siglos más tarde, en torno al año 17 a.C., se publicaron las Lex Iuliae iudiciorum privatorum y la Lex Iuliae municipalis, bajo el gobierno de Octavio Augusto, confirmando el proceso de desacralización de las fórmulas de las legis actiones que se inició hacia el año 130 a.C. con la Lex Aebutia, en virtud de la que se introducía el proceso formulario o por fórmulas, permitiendo que el inicio del proceso tuviera lugar a través de un escrito del magistrado fijando el objeto del procedimiento y remitiéndolo al iudex o arbiter (ZAPPALÀ, 2010, p.201). Pese a la existencia de dichas disposiciones legales, el concepto de arbitraje actual se fundamenta en el ius gentium, el cual se basa no tanto en las leyes sino en la confianza (fides) y en la moralidad, un ámbito confiado a los pretores. Durante la época republicana, la expansión comercial del Imperio hizo que de forma paulatina las materias mercantiles e internacionales quedasen fuera del ius civile, desarrollándose el mencionado ius gentium como sistema jurídico constituido por las prácticas, usos y costumbres del tráfico comercial.
Pese a que las resoluciones o laudos dictados al margen del ius actiones carecían de ejecutividad, señala ZAPPALÀ (2010) que la jurisprudencia desarrolló las stipulationes, a modo de cláusulas penales para el caso de incumplimiento (pp. 201-202). A partir del siglo II a.C., ante la expansión de la figura del arbitraje conforme al ius gentium, los pretores fueron dictando edictos regulando las obligaciones del árbitro, disputas no arbitrables e incluso reglas del proceso arbitral. La mencionada falta de ejecutividad de la resolución arbitral no fue óbice para que la institución se desarrollase de forma generalizada entre los comerciantes, especialmente cuando los mismos comenzaron a constituir y agruparse en torno a gremios, los cuales, con el tiempo, fueron asumiendo las funciones arbitrales y potestad para hacer efectivos sus laudos o los de los árbitros elegidos por los litigantes bajo su auspicio[1].
Durante la época imperial, fruto de la vocación centralizadora del poder en el Emperador y en los órganos emanados de su autoridad, se creó el procedimiento cognitio extra ordinem, el cual conlleva una progresiva regulación estatal del arbitraje. No obstante lo anterior, los comerciantes siguieron apostando por esta vía para la resolución de conflictos (ZAPPALÀ, 2010, p.203)
A partir del año 389 d.C., el derecho romano fue cediendo potestad a los arzobispos cristianos para la resolución de conflictos, con plena eficacia ejecutiva. En el Corpus Iuris Civilis de Justiniano, se reconoce al arbitraje privado fuerza ejecutiva si la cláusula o convenio arbitral está debidamente documentada y, además, se acompaña ésta del preceptivo juramento solemne[2], una decisión revocada años después para exigir que el laudo fuese documentado por escrito, no siendo suficiente con el juramento.
ZAPPALÀ (2010) señala que es esta época cuando se definen las notas características elementales del arbitraje moderno, tales como la admisibilidad en el proceso judicial de las pruebas recabadas en el proceso arbitral; la interrupción de la prescripción; la agilidad, sencillez y economía del proceso; la exigencia de probidad y especialidad a los árbitros designados por las partes; la reserva de sumario y la admisión de fuentes no utilizables en el ordenamiento estatal (p.204).
En la edad posclásica y justinianea, todas las manifestaciones jurídicas quedaron bajo el poder del Estado, reservándose no obstante lo anterior una cierta potestad a las partes para someter su litigio a un arbitraje privado en materia mercantil/comercial, ejercido por los collegia o sodialitates gremiales a quienes los comerciantes confiaban la resolución de sus conflictos por la agilidad, sencillez, especialización y credibilidad que les ofrecían los órganos de representación de su colectivo.
En la Edad Media apareció una nueva clase social: la burguesía, la cual, según FELDSTEIN DE CÁRDENAS y LEONARDI DE HERBON (1998), optó por el arbitraje como el método más adecuado para resolver sus conflictos comerciales con seguridad, rapidez y rigor, al desarrollarse generalmente bajo el auspicio de gremios y corporaciones, entidades mucho más capacitadas para estas cuestiones que los órganos jurisdiccionales reales o religiosos, más lentos, formalistas y menos especializados (pp.37-38). Es lo que VILLALBA CUÉLLAR y MOSCOSO VALDERRAMA (2008) denominan: “Justicia consular” como oposición a la jurisdicción ordinaria (p.143).
Tanto en el Breviario de Alarico (506 d.C.) como en el Liber Iudiciorum (654 d.C.)[3], de época visigoda pero profundamente influenciados por el Derecho romano, mantuvieron en gran medida el instituto del arbitraje como institución jurídico-privada aunque con fuerza ejecutiva y efectos de cosa juzgada. En la Ley de las Siete Partidas (siglo XIV), cuyo título 1 de la Partida Tercera señala:
«Justicia es una de las cosas por las que mejor y más enderezadamente se mantiene el mundo; y es así como fuente de donde manan todos los derechos; y no tan solamente se encuentra la justicia en los pleitos que hay entre los demandadores y los demandados en juicio, más aún entre todas las otras cosas que ocurren entre los hombres, bien que se hagan por obra o se digan por palabra».
En el meritado ordenamiento, principalmente tras su entrada en vigor con el Ordenamiento de Alcalá de 1348, mantiene la eficacia del laudo y, según VILLALBA CUÉLLAR y MOSCOSO VALDERRAMA (2008), distingue entre “árbitros arbitradores” y “árbitros avenidores”, según lleven a cabo un arbitraje de derecho, los últimos, o ex aequo et bono (arbitraje de equidad[4]), los primeros (p.143). Señala MONROY CABRA (1982) que, al final de la Edad Media, comienza a exigirse la homologación judicial de los laudos para dotarlos de fuerza ejecutiva (citado en VILLALBA CUÉLLAR y MOSCOSO VALDERRAMA, 2008, p.84).
ZAPPALÀ (2010), destaca cómo las asociaciones gremiales y cofradías de ciudades como Milán, Venecia, Génova, Florencia, Barcelona, Valencia o Bilbao, disponían de unos estatutos propios donde se regulaba una asamblea con facultades judiciales, además de administrativas y disciplinarias (p.207), un órgano arbitral que tomaba por fuentes del derecho sus propios estatutos, los usos y costumbres y su jurisprudencia.
En otras normas como las Leyes de Toro (1505); la Recopilación de las Leyes de Indias (1680) o la Novísima Recopilación (1805) también existían disposiciones relativas al arbitraje.
Las ideas liberales que eclosionaron tras la Revolución francesa de 1789, fluctuaron entre los siglos XVIII y XIX y buena parte del XX con teorías de corte codificadora, optando los primeros por potenciar el arbitraje -como método para evitar el control de unos órganos jurisdiccionales que entendían contrarios a sus ideas-; mientras que los segundos tomaron una senda absolutamente favorecedora de las jurisdicción real o estatal.
La mejora de los medios de comunicación y de transporte ha tenido como consecuencia la expansión del comercio internacional, una realidad que, dadas sus especialidades y la complejidad de determinar la ley y el órgano jurisdiccional aplicable, ha dado un nuevo vigor al arbitraje comercial, lo que GALGANO (2001) llama “lex mercatoria” (pp. 238-239). Desde el Congreso Jurídico Sudamericano de Montevideo (1889) hasta el Convenio de Nueva York de 1958 y la Ley Modelo CNUDMI de 1985 se han desarrollado innumerables congresos, convenios y acordado un sinfín de disposiciones procurando armonizar a nivel internacional las normas que regulan este instituto y sus efectos, dada la trascendencia económica de las decisiones que se someten a este método de resolución de conflictos.
Nuestra actual Ley 60/2003, de 23 de diciembre, de Arbitraje (LA) es heredera de una larga tradición jurídica, si bien, sus antecedentes históricos desde la Constitución de Cádiz de 1812 se desarrollarán en los siguientes apartados de este capítulo.
La Constitución de Cádiz de 1812, de corte claramente liberal, dedica el Capítulo II del Título V: “De la administración de justicia civil” (arts. 280 a 285) a otros métodos para la resolución de conflictos por vías heterocompositivas, principalmente a través de arbitraje[5]. Al efecto, señala el artículo 280: «No sé podrá privar á ningún español del derecho de terminar sus diferencias por medio de jueces árbitros, elegidos por ambas partes». Por su parte, el artículo 281 señala: «La sentencia que dieren los árbitros, se ejexcutará, si las partes, al hacer compromiso, no se hubieran reservado el derecho de apelar». Esta consagración constitucional del instituto del arbitraje tuvo efectos en el Código de Comercio de Sáinz de Andino (1829), en cuyos artículos 323; 326; 345; 369; 709; 868 y 989 se hace referencia al concepto de “árbitro” para la resolución de conflictos surgidos en el seno del derecho mercantil, principalmente en materia societaria de y de la navegación. Estos preceptos, como el 323, imponen la obligatoriedad de someterse a arbitraje cuando señalan: «Toda diferencia entre los socios se decidirá por jueces árbitros, háyase óo no estipulado así en el contrato de sociedad». Con la promulgación al año siguiente de la Ley de enjuiciamiento de los negocios y de las causas del comercio de 1830, se consagró la intención del legislador de reforzarla autonomía de la voluntad en el ámbito comercial, manifestando el artículo 1.º de la citada norma que:
«Conforme a lo prevenido en el artículo 1205 del Código de Comercio, no tendrá curso acción alguna judicial sobre negocios mercantiles, sin que se presente con la demanda la certificación que acredite haberse celebrado la comparecencia ante el juez avenidor competente, ó que haya dejado de celebrarse por contumacia del demandado.
El juez y escribano que contravinieron á esta disposición, incurrirán individualmente en la multa de mil reales de vellon».
El proceso se regula en el Título VI de la norma: “Del juicio arbitral” (arts. 252 a 304), cuyo primer artículo previene: «Toda contienda sobre negocios mercantiles puede ser comprometida al juicio de árbitros de comercio, haya ó no pleito comenzado sobre ella y en cualquiera estado que este tenga hasta su conclusión». Como complemento de lo indicado en el Código de Comercio, señala el artículo 255: «El compromiso es forzado para dirimir las diferencias entre socios según las disposiciones de los artículos 323 y 345 del Código de Comercio». En cuanto a su ejecutividad, señala el artículo 292:
Si con arreglo a los pactos del compromiso causare ejecutoria la sentencia arbitral, se procederá á su ejecución sin admitirse contra ella el recurso de apelación; pero tendrá lugar el de nulidad, siempre que los árbitros se hayan excedido en lo juzgado de las facultades contenidas en el compromiso.
El artículo 306 del citado texto procesal indica: “En los negocios y obligaciones mercantiles tienen fuerza ejecutiva: 3.º La sentencia arbitral que sea irrevocable con arreglo a los términos del compromiso”.
La Ley de enjuiciamiento civil de 1855 dedica su título XV (arts. 770 a 818) al “Juicio arbitral” señalando en su artículo 770 que: «Toda contestación entre partes antes o después de deducida en juicio , y cualquiera que sea el estado de éste, puede someterse a la decisión de Jueces árbitros», haciendo extensiva la resolución de conflictos al resto de materias, salvo las relativas al estado civil, ni aquellas en que deba intervenir el Ministerio Fiscal (art. 772); siempre que las partes hiciesen constar el acuerdo arbitral en una escritura pública (art. 773). Dicho compromiso quedará sin efectos cuando así lo acuerden todos los suscribientes o cuando haya transcurrido el tiempo convenido sin que se haya dictado sentencia. En cuanto a la forma del laudo o sentencia arbitral, señala el artículo 802 que deberá dictarse en los mismos términos y con las mismas formalidades que las de los juicios ordinarios, existiendo recurso de apelación contra la misma (art. 809).
En el proyecto de Código Civil de García Goyena de 1851, señala el artículo 1827: «También se inscribirán las sentencias ejecutoriadas que causen la mutación o traslación de propiedad de bienes inmuebles, inclusas las de los árbitros, desde que adquieran autoridad de cosa juzgada» en lo relativo a lo regulado en el artículo anterior: «Todo acto entre vivos de mutación o traslación de propiedad de bienes inmuebles, como donación, venta, permuta, partición, transacción o cualquier otro, se inscribirá en el registro público».
Derogada la Ley de Enjuiciamiento de 1830 por el Decreto de 6 de diciembre de1868 sobre unificación de fueros, el arbitraje quedó regulado conforme a la Ley de 1855, lo cual no tiene excesiva trascendencia por mantenerse en el cuerpo del Código de Comercio la obligatoriedad de someter a arbitraje determinadas cuestiones relacionadas con las sociedades y excluirse exclusivamente las materias de estado civil y aquellas otras en que legalmente debiese intervenir el Ministerio Fiscal. Con la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881, parcialmente en vigor hasta hace relativamente pocas fechas, y cuyos artículos 4.4.º; 63.10 y 11; 460.8.º; 487 y Título V: “De los juicios de árbitros y de amigables componedores” (arts. 790 a 839); 1464; 1546 y Titulo VIII “Del nombramiento de árbitros y del de peritos en el contrato de seguros” (arts. 2175 a 2181); regulaban este instituto. La principal novedad con respecto a la normativa anterior se expresa en el artículo 487 de la Ley, en el que amplía los casos no arbitrales a aquellos en que, ope legis, deba intervenir el Ministerio Fiscal y las «relativas a derechos políticos u honoríficos, exenciones y privilegios personales, fijación paternidad, interdicción y demás que versen sobre el estado civil y condición de las personas».
El Código de Comercio de 1885 eliminó la obligatoriedad de acudir a arbitraje para la resolución de determinadas cuestiones y sólo hace referencia al instituto en su artículo 580 cuando dice:
«En toda venta judicial de un buque para pago de acreedores, tendrán prelación por el orden en que se enumeran: 10.º La indemnización debida a los cargadores por el valor de los géneros embarcados que no se hubieren entregado a los consignatarios, o por averías sufridas de que sea responsable el buque, siempre que una y otras consten en sentencia judicial o arbitra».
Por su parte, el Código Civil de 1889 mencionaba en su versión original el arbitraje en sus artículos 269.12.º; 274; 402 y 1713. En los dos primeros artículos[6], tratando la capacidad para obligarse en tal sentido; e impidiendo a los mandatarios hacerlo por cuenta del mandante en el artículo 1713. Por su parte, el artículo 402 CC señala:
«La división de la cosa común podrá hacerse por los interesados, o por árbitros o amigables componedores, nombrados a voluntad de los partícipes.
En el caso de verificarse por árbitros o amigables componedores, deberán formar partes proporcionales al derecho de cada uno, evitando en cuanto sea posible los suplementos a metálico».
La primera ley reguladora de la materia con carácter unificador fue la Ley de Arbitrajes de Derecho Privado de 22 de diciembre de 1953, integrando en una única disposición legal las disposiciones que hasta la fecha existían en los textos citados hasta este momento (Ley de Enjuiciamiento Civil, Código de Comercio y Código Civil). Esta ley, señalan VILLALBA CUÉLLAR y MOSCOSO VALDERRAMA (2008), fue gravemente criticada por prohibir el arbitraje institucional y distinguir entre el “compromiso” y el “contrato preliminar de arbitraje” (p.146). La citada norma señala en el párrafo primero de su exposición de motivos que: «(…) el derecho, antes de llegar al puro mecanismo coactivo de la Intervención inapelable del Poder público, idea una serie de mecanismos de conciliación que tratan de restablecer, en la medida de lo posible, el interrumpido orden de la convivencia, social», para en el segundo párrafo decir: «Tal es precisamente el papel que asume el arbitraje dentro del sistema general de las instituciones jurídicas». De la lectura de ambas frases, consecutivas en el texto citado, se extrae que para el legislador la figura del arbitraje presentaba líneas cuanto menos difusas, pues clasificando al instituto como una “conciliación” en las mismas señalaba en la siguiente frase:
«Cuando ya no es posible un arreglo directo de una eventual contienda, pero quedan zonas de armonía accesibles a terceros, sin necesidad de acudir a la fuerza del Estado, que habría de obtenerse «ex officio iudicis», una experiencia secular ha consagrado la eficacia de dar entrada, en el cuadro de las figuras jurídicas reconocidas, a esta obra pacificadora de terceros, que, gozando de la confianza de los contendientes, pueden recibir de éstos la autoridad necesaria para imponerles una decisión satisfactoria».
Insiste el legislador sobre la idea cuando señala a continuación:
«De este modo no se desconoce ni se menosprecia la labor augusta del Juez, como órgano de la soberanía del Estado, sino que precisamente, por esta excelsitud de su carácter, se la reserva para aquellos casos en que, desgraciadamente, un tratamiento amistoso no es posible ni siquiera por esta vía indirecta (…)».
Unos párrafos más adelante, señala la exposición de motivos de la norma que: «La fusión de los dos tipos de arbitraje, es decir, del arbitraje estricto y de la amigable composición, se declara en el artículo cuarto, conservando sólo la distinción entre arbitraje de derecho y arbitraje de equidad (…)» explica en cierta manera lo anteriormente transcrito, pues el legislador parece referirse más a la figura de la amigable composición que al arbitraje cuando hace mención de este instituto como si de una conciliación se tratase.
El artículo primero de la norma circunscribe al ámbito del Derecho Privado las controversias susceptibles de resolver mediante arbitraje, excluyendo de su ámbito de aplicación a los arbitrajes internacionales, corporativos o sindicales, entre otros. El artículo cuarto de la Ley permite someterse a arbitrajes de derecho o de equidad y exige que la cláusula arbitral conste en contrato documentado en escritura pública, salvo para la distribución de herencia entre herederos no forzosos si consta en disposición testamentaria (art. quinto). El artículo sexto previene que serán admisibles tanto la cláusula arbitral como el convenio arbitral, según se inserte en el contrato que regule las relaciones entre las partes o en un documento independiente. Sobre el particular, señala la exposición de motivos de la norma que:
«Los artículos sexto a undécimo regulan (…) la figura de la llamada cláusula compromisoria, la cual, si bien tiene vida e importancia en la práctica, carecía hasta ahora, de un cuerpo de disposiciones legales en que se pudiera refugiar el intérprete necesitado de encontrar soluciones concretas a su respecto. El contrato preliminar de arbitraje, sea o no una auténtica cláusula contractual, queda legalmente reconocido en el artículo sexto, como figura distinta y más sencilla que el compromiso y, por lo tanto, con requisitos menos rigurosos para su estipulación (artículos séptimo y octavo). Pero, sobre todo, la trascendencia de la Ley en este sentido es el establecimiento, en los artículos noveno, diez y once, especialmente en el artículo diez, del otorgamiento a este contrato preliminar de una eficacia positiva y específica, que consiste en poder obtener del Juez las consecuencias del contrato, aunque alguna de las partes se niegue a formalizarlo. Se ha ordenado, pues, una intervención judicial, con vistas a lo que se llama formalización judicial del compromiso, la cual, caso de prosperar, obviará definitivamente el obstáculo que hoy supone, para la eficacia de estas cláusulas, la consideración de que, por tratarse de declaraciones de voluntad, esto es, de un hacer infungible, el Juez no puede ejecutarlas específicamente en caso de incumplimiento del obligado».
El artículo decimocuarto señala que «Podrán ser objeto de un compromiso todas aquellas materias de Derecho Privado sobre las que las partes puedan disponer válidamente» mientras que el vigésimo-séptimo regula la forma en que habrá de desarrollarse el proceso arbitral, previniendo en el siguiente precepto una novedad destacable, que el fallo arbitral sólo será recurrible en casación por infracción de ley o quebrantamiento de forma ante la Sala Primera del Tribunal Supremo, cuando sea un arbitraje de derecho, frente a la apelación que cabía anteriormente. Contra el laudo en equidad sólo cabía recurso de nulidad ante el mismo órgano jurisdiccional. El artículo 31 determina que el laudo era ejecutable ante el juzgado de primera instancia del lugar donde se desarrolló el arbitraje.
Dicha ley fue sustituida por la Ley 36/1988, de 5 de diciembre, una norma que adaptaba la regulación del instituto a las formidables transformaciones que como sociedad estaba experimentado España, pues el 10 de junio de 1958 se aprobó el Convenio de Nueva York sobre el Reconocimiento y la Ejecución de las Sentencias Arbitrales Extranjeras, ratificado por el ya Reino de España en abril de 1977; el Convenio Europeo sobre Arbitraje Comercial Internacional de Ginebra de 21 de abril de 1961, firmado por nuestro país en diciembre de ese mismo año y ratificado en 1975; el Real Decreto 1094/1981, de 22 de mayo, que abrió las puertas al arbitraje comercial internacional (aún en vigor); el acceso de España a las Comunidades Europeas, firmado el 12 de junio de 1985 (con entrada en vigor el primero de enero de 1986), con la correspondiente incorporación a nuestro ordenamiento jurídico del acervo comunitario y la publicación de la Ley Modelo de la CNUDMI de 1985. Todo ello aderezado con un cambio de régimen y la aprobación de nuestra Carta Magna de 1978. La norma se publica para, según su propio preámbulo, para remover los obstáculos que dificulten o impidan la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra, conforme al artículo 9 CE.
Fruto de los hitos anunciados, la Ley 36/1988 supuso una profunda reforma de la norma anterior, tal como se anticipa en el primer párrafo del preámbulo de aquélla, cuando señala que la reforma, pese al avance que supuso la Ley de 1953, venía siendo reclamada desde diversos sectores y corporaciones, al estar ésta concebida «para la solución arbitral de conflictos de Derecho Civil en el más estricto sentido de la palabra», siendo por ende inútil para regular el arbitraje en el tráfico mercantil y menos aún para el tráfico mercantil internacional. La nueva ley eliminó la distinción entre “contrato preliminar de arbitraje” y el “compromiso” arbitral. Sobre la primera, señala el preámbulo de la norma que dicha modificación se acuerda para «superar la relativa ineficacia de la cláusula compromisoria o contrato preliminar de arbitraje, que solía estipularse antes del nacimiento real de la controversia entre las partes, obligando (…) a exigir su formalización judicial cuando la controversia ya estaba presente entre las partes».
Eel Título II de la norma introduce como novedades principales la consagración del principio de libertad formal del convenio, no siendo ya exigible que el mismo conste en escritura pública; del principio de separabilidad del convenio arbitral accesorio y el negocio jurídico principal (mediante el acuerdo de un convenio arbitral no inserto en el contrato principal); y el reconocimiento de la validez del arbitraje institucional, además del individual, exigiendo, eso sí, la protocolización notarial de los reglamentos de dichas asociaciones o entidades sin ánimo de lucro o corporaciones de Derecho público a quienes se confíe la organización y administración de servicios arbitrales.
Sobre el procedimiento arbitral, el Título IV de la norma (arts. 21 a 29) regula unos trámites mínimos en cuanto a los principios de audiencia, contradicción e igualdad, a diferencia de la ley de 1953, donde la regulación era más pormenorizada, otorgando la ley de 1988 un mayor reconocimiento a la autonomía de la voluntad de las partes. En lo atinente al laudo, además de exigir que sea motivado y notificado fehacientemente a las partes, se introduce una regulación de los mecanismos para la corrección de errores u omisiones materiales en el Título V de la norma. Sobre la intervención jurisdiccional, señala el preámbulo que «se ha reducido a la estrictamente necesaria», reconociendo a los árbitros la capacidad para fijar el objeto litigioso, en defecto de acuerdo entre las partes. Sobre la anulación del laudo, como reconocimiento del derecho de las partes a la tutela judicial efectiva consagrada en el artículo 24 de la Constitución, se permite a las partes cuando el nacimiento, desarrollo o conclusión del procedimiento arbitral no se ajustase a las disposiciones de la norma o cuando éste sea contrario al orden público. La competencia vuelve en esta norma a las audiencias provinciales, como vía intermedia entre quienes consideran que, asimilados a una sentencia, la acción de nulidad de los laudos debe conocerse por el Tribunal Supremo y quienes, al considerarlo como una decisión puramente privada, entienden que debe sustanciarse ante los juzgados de primera instancia del lugar del arbitraje; tal como expresa el preámbulo en el párrafo relativo al Título VII de la norma. La interposición de recurso de nulidad no tendrá efectos suspensivos sobre el laudo.
Una gran novedad en la norma, fruto de la adhesión a los citados convenios de Nueva York de 1958 y Ginebra de 1961, es el reconocimiento de los laudos arbitrales extranjeros que el Título IX de la Ley atribuye al Tribunal Supremo, y cuya ejecución, posterior, se llevará a cabo por el juzgado de primera instancia competente. El Título X y último contiene disposiciones de Derecho Internacional Privado relativas a la capacidad para otorgar el convenio arbitral, a la validez y los efectos de éste y a la Ley aplicable al fondo de la cuestión litigiosa, cuando se trate de un arbitraje de derecho.
Esta norma era de aplicación subsidiaria para la regulación de las instancias arbitrales creadas en virtud de las leyes de Ordenación del Seguro Privado, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, de Propiedad Intelectual y de Ordenación de los Transportes Terrestres de la época, especialmente en materia procesal. La evolución social y económica de nuestro país, en particular, y del mundo, en general, provocada principalmente por el fenómeno de la “gGlobalización” hizo necesario actualizar y modernizar la norma, adaptándola además a la redacción de las disposiciones puramente internacionales y las de Derecho de la Unión, hizo necesario el dictado de una nueva norma, la Ley 60/2003, de 23 de diciembre, de Arbitraje, la cual será de aplicación a todo tipo de arbitrajes, excepto los laborales, tanto de índole interno como internacional, siguiendo las recomendaciones de la CNUDMI a través de la Ley Modelo, incorporando los avances técnicos y atendiendo a las nuevas necesidades de la práctica arbitral, particularmente en materia de requisitos del convenio arbitral y de adopción de medidas cautelares, pues de esa forma, a través del modelo de Naciones Unidas, construido sobre los modelos continental y anglosajón, se da a los agentes económicos internacionales una certidumbre sobre nuestro sistema arbitral, ayudándonos a posicionarnos como sede de arbitrajes, especialmente con el nuevo status quo que puede desprenderse del “Brexit” y la posible pérdida de interés por el Derecho inglés y sus instituciones arbitrales.
[1] Vid Justiniano, Digesto, 4.8.43.
[2] Vid Justiniano, Codex, 1, 2 e 4 del 2.56(55).4; e pr. e 1 del 2.56(55).5 y Justiniano, Novellae, 82.11.
[3] Vid CHILLÓN MEDINA, J. M. y MERINO MERCHÁN, J. F. (1991). Tratado de arbitraje privado nacional e internacional. Madrid: Editorial Civitas y ZAPPALÀ, F. (2010). Universalismo histórico del arbitraje. Vniversitas. Bogotá (Colombia), 121 (pp.193-216).
[4] Sobre tal señalaba ARISTÓTELES que: «Es propio de los hombres razonables recurrir a un árbitro antes que a un juez porque el primero no atiende sino a la justicia, mientras que el juez mira solamente a la ley; el arbitraje ha sido inventado para hacer valer la equidad» (libro I, cap. 13).
[5] Vid SALA SÁNCHEZ, P. (2018). Anexo I: La evolución del arbitraje en España. En ROCA JUNYENT, Primer Estudio de Arbitraje en España (pp. 66-70). Recuperado de Consultado de https://cutt.us/4qTlr
[6] Estos preceptos tienen una nueva redacción en virtud de la Ley 13/1983, 24 octubre, de reforma del Código Civil en materia de tutela, y ya no hacen mención del arbitraje.
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