El fallecimiento de miles de ancianos por el Covid-19 deberá ser investigado judicialmente
La terrible pandemia del coronavirus Covid-19 está causando estragos en muchos sectores de la población mundial, en general, y española, en particular. Entre las personas más afectadas y con mayor gravedad se encuentran los ancianos, quienes según las últimas estadísticas publicadas señalan que un 26% de los fallecidos por coronavirus residía en una residencia de ancianos, de titularidad pública o privada, unos datos que demuestran que no se han llevado a cabo todas las actuaciones necesarias para proteger a estos ciudadanos ante el virus.
Las actuaciones de las direcciones de los centros serán examinadas con lupa no sólo por las autoridades, sino también por los familiares de los residentes y por los tribunales de justicia, pues es muy probable que se avecine una oleada de denuncias y querellas por posibles homicidios imprudentes contra quienes han dirigido y gestionado estos centros durante las últimas semanas, sobre todo en aquellos lugares donde el número de contagiados y/o fallecidos ha sido elevado.
Nuestro código penal regula en su artículo 142 dos tipos de actuaciones reprochables en esta vía: por un lado, castiga la imprudencia grave que cause la muerte de otro con pena privativa de libertad de entre uno y cuatro años (apartado 1), y por otro lado la imprudencia menos grave, a quien se condena con una pena de multa de entre tres y 18 meses (apartado 2). En ambos casos castiga, además, a quienes han causado este resultado por imprudencia profesional con la inhabilitación para el ejercicio de profesión, oficio o cargo por un periodo de entre tres meses y seis años.
Para determinar cuándo la actuación de la dirección de un centro y de su personal -pues también ellos pueden ser procesados por este delito en caso de haber actuado con negligencia profesional grave o menos grave- se ajuste a los siguientes criterios, según la Sentencia de la Sección 23ª de la Ilma. Audiencia Provincial de Madrid de 11 de septiembre de 2018, en la que se remarcan los siguientes elementos del tipo -circunstancias para que sea delictiva la actuación-:
a) una acción u omisión voluntaria, no maliciosa o intencional, es decir, que se halle ausente en ella un dolo directo o eventual;
b) una actuación negligente o reprochable por falta de previsión más o menos relevante, factor subjetivo, eje o nervio de la conducta imprudente en cuanto propiciador del riesgo, al marginarse la racional presencia de consecuencias nocivas de la acción u omisión empeñadas, siempre previsibles, prevenibles y evitables; elemento susceptible de apreciarse en una gradación diferenciadora;
c) factor normativo externo, representado por la infracción del deber objetivo de cuidado, traducido en normas convencionales y experienciales tácitamente aconsejadas y observadas en la vida social en evitación de perjuicios de terceros, en normas específicas reguladoras y de buen gobierno de determinadas actividades; hallándose en la violación de tales principios o normas socio-culturales o legales, la raíz de la antijuridicidad detectable en las conductas culposas o imprudentes;
d) originación de un daño; temido evento mutatorio o alteración de la situación preexistente, que el sujeto debía conocer como previsible y prevenible, y desde luego evitable, caso de haberse observado el deber objetivo de cuidado que tenía impuesto y, que por serle exigible, debiera haber observado puntual e ineludiblemente;
e) adecuada relación de causalidad entre el proceder descuidado e inobservante, o acto inicial conculcador del deber objetivo de cuidado y el mal o resultado antijurídico sobrevenido, lo que supone la traducción potencial de lo previsto o debido prever, en una consecuencialidad real;
f) relevancia jurídico penal de la relación causal o acción típica antijurídica, no bastando la mera relación causal, sino que precisa, dentro ya de la propia relación de antijuridicidad, que el resultado hubiese podido evitarse con una conducta cuidadosa, o al menos, no se hubiera incrementado el riesgo preexistente y que, además, la norma infringida se orientara a impedir el resultado.
Traducido al español, ello quiere decir que para que la actuación del personal y de la dirección de una residencia para ancianos sea reprochable penalmente, tienen que haber infringido -a conciencia- las normas de cuidado básicas, que ello haya provocado el fallecimiento de los residentes y que, por supuesto, no se haya querido provocar el fallecimiento de los ancianos.
La existencia del “deber de cuidado interno” es obvia en muchos casos, pues como personal sanitario o asistencial, deben conocer la realidad del riesgo de fallecimiento de personas mayores provocada por un virus con una tasa de mortandad elevada en pacientes de elevada edad y el “debe de cuidado externo”, o lo que es lo mismo: la obligación de haber tomado medidas profilácticas conformes con el peligro que el contagio del virus implicaba para sus residentes. La Sentencia del Tribunal Supremo de dos de noviembre de 1981 consideraba ya que deberá exigirse una conducta adecuada con la que hubiera observado un hombre medio normal en la misma situación concreta en la que se encontraba el sujeto activo.
Como consecuencia de lo anterior, habrá que bajar al detalle de cada residencia de ancianos y a las medidas adoptadas por la dirección y empleados (¿han ido a trabajar sabiendo que estaban contagiados?) para valorar si existe o no esa culpa y, en este último caso, para concretar si la misma es culpable (con penas de hasta cuatro años de prisión) o menos grave (con pena de multa).
Por imprudencia grave se considera aquella actitud tan poco profesional que pudiera ser considerada como temeraria, contraria a las más elementales normas del sentido común. Imprudencia menos grave será toda aquella actuación que no se ajuste a la lex artis, es decir: todo aquello que no se hace de forma profesional.
La Sentencia del Tribunal Supremo de 17 de Julio de 1995 señala que: “…la gravedad de la culpa se resuelve en la intensidad de sus elementos estructurales, esto es, el elemento psicológico (poder saber y poder evitar) y el elemento normativo (deber de cuidado exigible)…”.
Aquellos centros en los que no han tomado medidas profilácticas, en los que no se ha controlado que el personal o las visitas accediesen sin síntomas de estar afectados por el coronavirus o aquellos en los que no se ha actuado con la debida diligencia aislando a los posibles contagiados y dando parte a las autoridades sanitarias, sus directores y personal corren serio peligro de ser condenados por una imprudencia grave a penas de hasta cuatro años de prisión, mientras que aquellos otros centros en que no se hayan tomado estas medidas adecuadamente, sus responsables y empleados podrían enfrentarse “sólo” a penas de multa como autores de un delito de homicidio por imprudencia menos grave. En uno y otro caso, de ser condenados, se les impediría seguir trabajando con mayores, para evitar que vuelvan a poner a peligro a personas inocentes.
La responsabilidad penal conllevaría probablemente la exigencia de una indemnización para los familiares de los fallecidos con cantidades nada despreciables con el objetivo de, de alguna forma, paliar el daño causado.
Los centros donde se ha actuado con diligencia y profesionalidad podrían, todo lo más verse, implicados en procedimientos civiles donde se les exija una indemnización económica para los familiares de las víctimas, pero no en un procedimiento penal.
En cualquier caso, como no podía ser otra manera, estamos en vísperas de un aluvión de procesos judiciales en los que habrá de dilucidar cuándo se ha actuado con negligencia y, en tal caso, qué reproche penal merece la actuación de la dirección y del personal del centro. También en los centros de titularidad pública.